ATARDECER EN ABELASURE

MENSAJE CON MISTERIO

María regresó a Abelasure el viernes a media tarde, después de dos jornadas agotadoras pernoctando en la capital. Necesitaba volver a la rutina y retomar su día a día como directora del hotel en la acogedora población costera junto al faro. La convención de empresarios de turismo le había proporcionado sin duda, la oportunidad de hacer nuevos contactos profesionales. Aunque con el paso del tiempo reconocía, que cada vez tenía menos paciencia para esas reuniones que se acaban eternizando sin mucho sentido.

Contaba aún con dos horas por delante antes de marcharse hacia el hotel. Con ropa más cómoda tomó un café mientras navegaba por internet, antes de darse un baño reparador que acabó alargándose durante más de media hora. Su piso con vistas al puerto representaba para ella su refugio; un salón con estanterías repletas de libros, tres habitaciones, dos baños y una cocina. Funcional y con la huella de sus hijos, aunque no viviesen allí durante una buena parte del año, representada por toda la casa. Inma de 24 años, se encontraba finalizando sus estudios de informática con una beca Erasmus en París. Carlos, a sus 21 años estaba centrado en sus estudios de ingeniero agrónomo en la capital.

María disfrutando de su baño ensimismada, pensaba en ellos. Su hija era todo carácter, confiaba en que con su expediente y su personalidad arrolladora, no tuviese demasiados problemas para hacerse un hueco en el complejo mercado laboral de los tiempos actuales. Había temido durante una temporada por ella cuando falleció su marido, en aquél fatal accidente de tráfico diez años atrás. Se había encerrado en sí misma y parecía no querer admitir ninguna ayuda. Pasados unos meses volvió a ser la misma jovencita de siempre, aunque más reflexiva. En una conversación posterior le dio una lección al comentarle: -“Mamá necesitaba estar tiempo a solas, acariciar mis heridas y pasar el duelo a mi ritmo”-. En ella le parecía ver en muchas ocasiones a Juan, había heredado de él sus ojos azules y esa independencia de criterio como bandera, con la que en algunas ocasiones resultaba difícil negociar, sobre todo en la adolescencia. Su hijo Carlos, que aunque era un apasionado del campo y la naturaleza –tuvo muy claro por donde quería enfocar sus estudios dese muy joven- , el verano anterior había demostrado una excelente visión de negocio en el trabajo que desempeñó en el hotel ayudando en varios departamentos. A ella no le importaría que la sustituyese en un futuro al frente del negocio. Había luchado para sacarles adelante después de la muerte de su marido y no dejaba de estar orgullosa del resultado. Los chicos, a pesar de haber perdido demasiado pronto a su padre, crecieron sanos y aunque su opinión estaba condicionada por la subjetividad de una madre, habían salido buena gente.

El acogedor hotel que se había lanzado a poner en marcha con la ayuda de la indemnización por la muerte de Juan –seguía echando de menos a su “socio” en la vida, aunque de una u otra forma le veía reflejado en sus dos hijos que tanto querían-, algunos ahorros y la inestimable ayuda para cuidar a sus hijos de sus padres y de sus suegros, se había convertido en  una referencia en la provincia.

Llegó a las 20:30 h, departió con Luis en recepción y después de estar unos minutos con Marta, la joven y eficaz subdirectora, se encerró en su despacho para repasar el correo y algunos documentos. Entre los papeles y la correspondencia, algo le llamó la atención desde el primer momento: un sobre azul celeste sin remitente que iba dirigido a ella:

MARIA

Hotel Abelasure

Sin más datos ni ninguna otra pista. Lo abrió con curiosidad y leyó  perpleja la nota:

“María, ¿quieres pasear conmigo por los alrededores del faro el domingo al atardecer? Estaré a las ocho y media sentado en el tercer banco del paseo arbolado en dirección hacia la casa del guarda. Después me gustaría invitarte a cenar en La Terraza del Barco mientras escuchamos fados.

Aunque si consideras acudir a la cita comprobarás quien soy, te estaré esperando leyendo un libro”.

Firmado:

“Un tertuliano que ya solo desciende montañas”

María al acabar de leer el mensaje no daba crédito. Sonreía entre divertida e intrigada. ¿Quién podría ser ese tertuliano misterioso? Después de revisar la documentación y los asuntos pendientes, salió y preguntó a Luis en recepción si sabía quién había dejado ese sobre para ella. El recepcionista le informó de que había sido un chico joven, un mensajero que ya había estado en otras ocasiones allí.  Al regresar a su despacho, María se paró en seco, algo le había iluminado de pronto la mente: -“Claro, hoy es viernes, en la terraza del hotel a última hora de la tarde un pequeño grupo de personas, tres hombres y dos mujeres, charlan y debaten amigablemente mientras toman unos vinos y recuerdo que decidieron llamarlo en su momento La Tertulia”-. Ella misma se había unido al grupo en más de una ocasión, era amiga de Olga y del matrimonio que participaban en la misma. Se sentía cómoda entre ellos, solían mantener unas conversaciones muy respetuosas, curiosas y divertidas. –“ Dios mío, ¿sería uno de ellos?”  – pensó mientras se acomodaba frente a su mesa de trabajo.

LA TERTULIA

Dos meses y medio atrás, al comienzo de la primavera, a varios amigos que coincidían los viernes al atardecer en la terraza del hotel, se les ocurrió la idea de crear un coloquio donde tratasen temas de actualidad, economía, de literatura, o cualquier otro asunto que despertase interés. Se prometieron intentar llevarlo a cabo todas las semanas, siempre que fuese posible. Pensaban que podría ser una forma agradable de conversar mientras se tomaban unos vinos.

Podríamos decir que Diego y Belén fueron los precursores. Estaban casados, él era  un maestro jubilado de 61 años y ella a sus 59 años, trabajaba como funcionaria en el Ayuntamiento y era una pintora aficionada de gran nivel. Tenían dos hijos que ya estaban independizados. Formaban un matrimonio muy querido en la población, siempre estaban dispuesto a echar un cable a quien lo necesitase.

Jose Luis, un arquitecto de 58 años que daba clases en la universidad de la capital, se había unido con sumo agrado desde el inicio a las charlas de los viernes. Estaba viudo desde hacía cinco años y tenía una hija también arquitecta que era su socia en el despacho.  Persona de buen talante y conversación sosegada, vivía por temporadas entre la ciudad y el pueblo, donde tenía un apartamento con vistas al mar. Le gustaba escribir, había hechos sus pinitos publicando una novela negra y era un defensor a ultranza de la construcción sostenible, especialmente en las áreas costeras.

Javier, capitán de la marina mercante retirado de 59 años. Propietario de un pequeño astillero en el puerto en el que reparaba embarcaciones, también impartía cursos a navegantes principiantes. Estaba divorciado desde hacía más de quince años, tenía un hijo que trabajaba como profesor en el colegio del pueblo y una hija, enfermera en el hospital de la ciudad. No le gustaban en exceso los actos sociales multitudinarios, se sentía más a gusto en grupos reducidos como la tertulia de los viernes en el hotel. Las personas que le conocían, comentaban que a pesar de ese aire de reserva y cierta distancia que le caracterizaba, era una persona cálida y ganaba con el trato en las distancias cortas.

Olga, una abogada de 57 años que regentaba un despacho de asesoramiento laboral y fiscal en el pueblo. Estaba soltera y hasta la anterior legislatura había sido diputada en el Congreso por la provincia. Fue compañera de María en el bachillerato y conservaban la amistad desde entonces.

María en ocasiones participaba en la tertulia o tomaba un vino mientras seguía las conversaciones. Siempre le gustaba mostrar cercanía con sus clientes, tanto con los que se hospedaban en el hotel como con los que acudían a la terraza o al restaurante.

LA CITA

Alrededor de las 21.30 h, María se acercó, no sin cierto nerviosismo, a saludar al grupo de contertulios. Obviamente seguía intrigada con la propuesta del “tertuliano que ya solo baja montañas”. Si descartaba a Olga, Belén y al marido de ésta –no le cabía duda de que Diego no solo no estaba en modo “conquistador”, sino que el matrimonio de sus amigos también era bastante sólido- , le quedaban dos candidatos, Jose Luis y Javier. Durante el tiempo que pasó con el grupo no observó nada en especial en ellos, cualquiera que fuera de los dos disimulaba muy bien. A Javier le había conocido en el hotel dos o tres meses antes. Ya en las primeras tertulias le pareció una persona con opiniones interesantes y una independencia de criterio muy definida. Tenía cierto aire de misterio, alimentado sin duda por su pasado como marino mercante. Intuía que era un hombre que prefería comportarse con discreción, sin llamar demasiado la atención. A Jose Luis le conocía desde hacía ya algunos años, era un hombre atractivo y cortés. Le llamaba la atención esa pasión que decía tener –dedicación más bien, porque ya había publicado una novela- por la escritura. Meses atrás le había saludado cuando coincidieron con amigos comunes en el teatro de la capital.

La mañana del sábado antes de acercarse al hotel la dedicó a hablar con sus hijos y a realizar algunas tareas domésticas atrasadas. La noche anterior había tardado en dormirse después de dar muchas vueltas al asunto.  Al final decidió que el domingo acudiría a la cita que le había propuesto el misterioso tertuliano (Javier o Jose Luis, uno u otro, de eso no tenía duda). “Pasear al atardecer y cenar en La Terraza del Barco mientras escuchamos fados”. Se sentía en cierta manera halagada, podría decirse que desde que falleció su marido hacía ya diez años, había dedicado en la práctica su vida a sacar adelante con mucho esfuerzo su negocio y estar pendiente de sus hijos. Le resultaba chocante y le parecía hasta gracioso tener una cita sin tener claro quién iba a ser su acompañante.

María pasó la tarde bastante atareada y sin tiempo apenas para un leve descanso. En aquellas fechas la ocupación del hotel rondaba el noventa por ciento de capacidad, a lo que se añadía la celebración de una convención de los empresarios de repostería de la comarca. Llegó a casa tarde, se tomó un vaso de leche junto al balcón y se acostó agotada.

El domingo amaneció un día sin nubes, con un cielo de un azul intenso y soleado, de esos que elevan el ánimo. Los fines de semana a media mañana le gustaba estar en el hotel. Mantenía la costumbre de despedir a los clientes que marchaban antes del mediodía. A las dos de la tarde, degustó en el restaurante un nuevo planto que la jefa de cocina había incluido en la carta.

Una vez en casa, en las horas anteriores a la cita, María –como posteriormente recordaría- parecía un torbellino. Leía, veía una de sus series favoritas, volvía a leer, elegía que se iba a poner, cambiaba de idea acerca de lo que se iba a poner, pensaba en llamar a su hija, mejor no llamarla porque ya habían hablado el día anterior…

A las nueve menos veinte aparcaba su coche en un calle paralela al paseo arbolado. Notaba que los nervios de la tarde habían quedado atrás. Ahora sentía entre intrigada (la sensación inicial se mantenía) y divertida, no intuía quien de los dos “candidatos” podría estar en el tercer banco camino de la casa del guarda, esperándola leyendo un libro.

Al inicio del paseo le divisó sentado en el lugar señalado en la nota. Hojeando el libro distraídamente, elegante con una chaqueta de sport azul marino, pantalones beige y una camisa azul clara. Se levantó en cuanto la vio aparecer, se acercó sonriente y con cierta cautela.  Javier saludó con afecto a María, dos besos, algunas risas nerviosas y una conversación rápida para romper el hielo de una escena que no dejaba de tener su punto cómico.

Pasearon al atardecer por los alrededores del faro. La noche acompañaba, la ligera brisa y la iluminación tenue creaban un ambiente cálido. En una de las paradas que hicieron, junto a la capilla románica, María le consultó qué significaba eso tan misterioso del “tertuliano que ya solo baja montañas”. Javier, entre risas, le contestó que era una metáfora, que pensaba que él ya no estaba en esa etapa acelerada de la vida de subir cumbres, de aceleración, de prisas…  Quería saborear con calma los momentos, encontrar sosiego e iniciar descensos, buscando la tranquilidad de los valles, mientras disfrutas de los paisajes.

A las diez entraron a La Terraza del Barco. Tenían una mesa reservada con vistas al faro y al barrio alto, iluminado a esas horas de la noche. Esperando a que les sirvieran la cena, entre sonrisas cómplices, brindaron con vino blanco escuchando el fado que sonaba de fondo.

Toledo, Julio de 2022

 

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2 comentarios en «ATARDECER EN ABELASURE»

  1. En relato me parece magnífico. Tienes una capacidad asombrosa para narrar una historia y atrapar al lector desde la primera frase.
    Muy buena descripción de los personajes y un lindo argumento.

    ¡Felicidades!

    Responder

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