Cuando empecé a trabajar a los dieciocho años, una parte considerable de la jornada laboral en mi primer empleo tenía que pasarla «pateando» la calle. Corrían los primeros años ochenta en una ciudad eminentemente comercial de provincias. A diario iba y venía a oficinas bancarias, a organismos públicos, a comercios o a fábricas en las afueras. Las calles estaban «vivas», eran un ir y venir continuo de gente y al pequeño comercio no le solía faltar clientela. Lo anterior podría ser una foto del «campo de juego» en determinadas zonas comerciales de nuestra geografía durante aquellos años y que tuvo continuidad hasta casi dos décadas después. Uno de los ejes de estos enclaves era la oficina bancaria, con su trasiego de clientes para realizar diferentes gestiones con sus finanzas. Entre ellos nos encontramos por ejemplo a las personas mayores con sus cartillas o libretas.