Nota del autor
Relato dedicado a esos «buenos equipos» que llegan a la vejez sin rendirse y habiendo dejado huella.
Jaime salió al jardín, después de su media horita diaria de siesta en duermevela en el sofá del salón. Isabel se afanaba, con movimientos en apariencia ágiles, arreglando uno de los setos del jardín que tanto le ilusionaba mimar. Se acercó por detrás cogiéndola por la cintura. Ella, con un ligero sobresalto dado que no había sentido su llegada, se giró lentamente. Los ojos de ambos frente a frente, sus cuerpos encajando espacios. Esos ratos de silencios extraños y las miradas extraviadas de ella, en aumento durante los últimos meses, pasaban a un séptimo plano. La seguía deseando, estaba convencido de que le brillaba la mirada y sonreía cuando le susurraba alguna de esas burradas como las definía ella.