Nota del autor
Relato dedicado a esos «buenos equipos» que llegan a la vejez sin rendirse y habiendo dejado huella.
Jaime salió al jardín, después de su media horita diaria de siesta en duermevela en el sofá del salón. Isabel se afanaba, con movimientos en apariencia ágiles, arreglando uno de los setos del jardín que tanto le ilusionaba mimar. Se acercó por detrás cogiéndola por la cintura. Ella, con un ligero sobresalto dado que no había sentido su llegada, se giró lentamente. Los ojos de ambos frente a frente, sus cuerpos encajando espacios. Esos ratos de silencios extraños y las miradas extraviadas de ella, en aumento durante los últimos meses, pasaban a un séptimo plano. La seguía deseando, estaba convencido de que le brillaba la mirada y sonreía cuando le susurraba alguna de esas burradas como las definía ella.
-Cariño, ya sabes que mi sangre no bombea como cuando era joven y no puedo lanzarte cañonazos como antaño. Aunque bueno, si quieres que iniciemos una guerra de guerrillas, seguro que me llevas al paraíso-.
Isabel con gesto coqueto, se apartó y se inclinó hacia una de las plantas. Jaime hubiese querido que se detuviese el tiempo, en esa tarde de primavera soleada. Se dispuso a dar un paseo por el patio que rodeaba al jardín, dejándola disfrutar de esa parcela de su vida diaria que tanto le apasionaba. Mientras caminaba con calma, sintió la necesidad de viajar en el tiempo, de recordar…
Madrid, año 1978. Apenas llevaba dos meses destinado en la oficina principal del banco en la capital. Tenía 28 años y los descubrimientos de la ciudad le deslumbraban cada día. Trabajaba con ahínco y en su tiempo libre visitaba museos, bibliotecas o disfrutaba de la noche madrileña. Curiosamente constató, que como siempre se encargaba de recordarle su madre, era de naturaleza despistado. No se había fijado en ella hasta la tercera ocasión en la que entró en el local de repostería que regentaban sus padres, situado a cien metros escasos del banco. Las visitas al establecimiento se volvieron más frecuentes en las siguientes semanas. Jaime no solía mostrar prisas por irse e intentaba cruzar algunas palabras con Isabel a la mínima de cambio. Ella, a sus 24 años, ya empezaba a marcar su impronta en el negocio familiar. Había estudiado comercio y repostería; sus padres, desde que era muy jovencita, tenían claro que era la mejor candidata de entre sus hijos a continuar su senda. Isabel tenía carácter emprendedor y se la veía en su salsa en ese mundillo.
Jaime le acercó las tijeras de podar, advirtiéndole que tuviese cuidado con las malas hierbas que amenazaban con invadir la parte posterior del jardín. Recordó la primera vez que salieron juntos. Contaron con la complicidad de María, compañera de Juan y amiga de Isabel. Los tres, junto con Antonio, el novio de ella, merendaron en una cafetería cercana al Retiro. La velada acabó resultando muy entretenida, pasearon a continuación por el parque y llegado el final de la tarde, Jaime se ofreció a acompañar a Isabel a su casa.
El resto es historia, la aventura de su vida en común. Después de un noviazgo que al él le resulto quizá excesivamente largo, se casaron en abril de 1982. Cuarenta años ya, los avatares y los momentos de dicha. Nuestros hijos, Isabel al frente del negocio y la apertura del nuevo obrador, los zarpazos a la salud –gracias a Dios que Jaime, el mayor de los hijos, al final se recuperó del todo-, la carrera en el banco, la llegada de la jubilación, el asomo de la enfermedad del olvido y las tinieblas que se acercaba sigilosamente a Isabel… Ella, el bastión de la familia que habían formado juntos, la entereza en las situaciones límite.
Se hacía tarde y empezaba a refrescar. Isabel se esmeraba en finalizar los arreglos en el jardín. Le sugirió que entrasen juntos al salón. Dentro de tres cuartos de hora habían quedado en conectarse por videoconferencia con su hija pequeña que trabajaba en Londres. A Jaime, aunque no se le daban del todo mal las nuevas tecnologías, le gustaba organizarlo todo a su debido tiempo.
La cogió suavemente del brazo para ayudarla a incorporarse y en un gesto de cariño le susurró:
-Vamos cariño, aún hay partido. Como toda la vida hemos hecho, lucharemos contra todos los inconvenientes que se nos vayan presentando-. Al llegar al sofá, le pareció intuir ese brillo en sus ojos que le llevaba cautivando más de cuarenta años.
FIN
Toledo, Noviembre de 2022
Me encanta. Nunca defraudas.
Una maravilla leerte.
Siempre agradecido a tus palabras.