Desde el instante en que Argimiro, el quiosquero de la glorieta Lealtad, se percató de la aparición de la señora Angélica saliendo de la boca del metro en la estación Libertad, nunca habría llegado a adivinar el motivo del brillo en los ojos, que esa soleada mañana del último viernes del marzo realzaba la figura de la apuesta dama.
Ella le saludó cortésmente al pasar frente a él, mientras se dirigía a la escuela de baile Danza, recorriendo los escasos cien metros que separaban a esta de la salida del subterráneo. Caminaba a paso ligero, sujetando nerviosa el sobre que le había deslizado tímidamente Abelardo al despedirse, cuando el tren se acercaba al andén.
Ya en la escuela, se detuvo junto a un banco del pasillo que daba acceso al recinto. Siempre sentía la necesidad de llegar antes y disfrutar de unos minutos para descansar relajada. A sus sesenta y seis años vislumbraba que, aunque se esforzaba en subir deprisa, el último tramo de la escalera del metro le recordaba que ya gozaba de cierta edad.
Intrigada, pensó en Abelardo mientras tocaba con la mano el sobre que guardaba en el bolsillo del abrigo. Decidió que esperaría al acabar la clase para abrirlo. Se conocían desde mediados de enero, días después de que ella comenzase a realizar el trayecto que la conducía, a través de las cinco estaciones, a la academia de baile situada el centro de la ciudad. Él tomaba el subterráneo en la estación Gloriosa, justo una parada anterior en la que se subía Angélica. El primer día, amablemente, le cedió su asiento e intercambiaron algunas frases durante el tiempo de viaje que compartían.
Desde aquella mañana de un frío enero, habían coincidido casi todos los días en el vagón durante los veinte minutos de trayecto; ya conocían sus nombres respectivos y se habían mirado con interés a los ojos en más de una ocasión. Hablaban de libros y de música, -el viaje diario de Abelardo acababa en la Gran Biblioteca, donde a sus sesenta y ocho años se encargaba de coordinar a los voluntarios- ; sabían de algunas de sus aficiones e intereses y también en este periodo, las insinuaciones directas o indirectas para compartir un café iban en aumento…
Al finalizar la clase de danza, Angélica se quedó rezagada tras despedirse de una compañera, disponiéndose a descubrir el contenido del sobre que le había entregado Abelardo:
Alegra, 24 de marzo de 2024
Estimada Angélica:
“Si a usted las arrugas y las costuras en el alma, le han ido zurciendo un traje de coraza y valentía, si le brillan los ojos al recibir un abrazo por sorpresa, o se levanta cada mañana pensando que cada día es una vida…
Si es de conversación sosegada y de saborear los silencios cómplices, de sentirse a gusto curioseando en librerías y bibliotecas, o si sueña despierta con un largo fin de semana perdiéndose por las calles de Roma…
Si es de las personas que piensas que hacer el amor es abrazarse después de la fiesta, o si cree que los primeros besos, a veces los más intensos, son los que se dan con la mirada…
Si el ruido del mar le calma y templa, si aunque venga de vuelta de muchas de las vicisitudes que jalonan una vida, mantiene la ilusión intacta y la chispa de una juventud lejana a la que nos agarramos para mantenernos vivos…
Si usted busca un compañero de viaje…
Aquí, a mis sesenta y ocho años, me gustaría presentarle con afecto y respeto, mi candidatura a compartir el último tercio de mi vida, muy cerca de vos”.
Suyo,
Abelardo
Al acabar de leer, Angélica cogió la botella de agua que siempre llevaba en su mochila, suspiró y dio un trago despacio…
2 respuestas
¡Qué bonita historia! Se puede imaginar la emoción de ella al leer la carta. Es tan fácil porque siempre atrapa al lector tus relatos.
¡Genial!
Muy agradecido, eres una fiel lectora y muy generosa con tus comentarios.